Los huesos y los gestos, ahora dormitan.
El sabor a humo yace bajo la lengua y se filtra lentamente hasta el interior de los ojos.
El hedor antiséptico se extiende por entre los dedos.
Si tenía que existir algún motivo para que ella volviese a verle, desde luego era algo que carecía de importancia.
El simple hecho de que esa idea rondase de nuevo por su cabeza, era más que suficiente para sentir de nuevo. Para saber que aquel error, tenía que volver a repetirse.
Hace dos meses y catorce días, Eliza, se topó con el joven y singular error en la esquina de Figueroa.
La noche no parecía querer tragársela. Tan sólo el aburrimiento la hizo salir a pasear en compañía de la madrugada.
Nada ocurría de forma insólita, no estaba escrito en ninguna parte.
Un mero encuentro de la mano de la causalidad.
Fue entonces, cuando ella quedó prendada.
Al mirarle, el primer sentimiento que experimentó fue, miedo. Pero pronto, aquel temor
a lo desconocido se volvió, excitación.
Dos meses y catorce días después, Eliza, se encuentra frente a él, mientras esperan el ascensor del vestíbulo en el edificio Worwood.
El exterior no dista lejos de parecer un lugar abandonado.
Desidioso, tétrico, descuidado, la mayor parte de las columnas en los laterales de cada ventana están algo más que agrietadas por el paso del tiempo.
La entrada sin embargo hace alarde de lo que antaño fue uno de los hoteles más reconocidos.
Un extenso pasillo desde el atrio cuyos suelos y paredes, que varían entre tonalidades negras, rojas y grises, se muestran orgullosas habiendo nacido del más puro mármol de carrara.
Las únicas luces emergen grácilmente de los veinte faroles repartidos a lo largo de todo el pasillo, de tal modo que siempre parece estar anocheciendo.
Y al final de aquella estancia, el ascensor, apunto de recoger a Eliza y al joven,
señor
Worwood.
La solidez y la quietud preceden al joven.
Joven y a pesar de ello su rostro transmite una inquietante madurez física.
No por sus facciones ni sus gestos, sino por la propia incertidumbre que despide la serenidad y dureza con que mira.
Él es el dueño y único inquilino de todo el edificio.
Vuelve con la mano izquierda su media melena corta hacia atrás.
Es el primero en hablar.
-Cuánto tiempo dirías que ha pasado ¿meses?.
-Lo sé, lo siento. Tenía que haber llamado antes.
-Y ¿Por qué ahora?.
-Supongo que, porque me he dado cuenta de lo que me agobiaba realmente.
No podía dejar de pensar en que estaba, quedándome atrás.
Que estaba, perdiéndome algo.
Lo hacía cada vez que dejaba la mente en blanco. Llegó a ser enfermizo.
Se abren las puertas del ascensor.
Hunde su dedo en el esférico botón número seis y continúan dentro con la conversación.
-Cuando lo único que debía hacer era callarme y…-
Él la interrumpe.
-Y dejar de pensar en qué harás con tu vida. Y prenderle fuego al futuro.
¿Se te han agotado ya las excusas para venir hasta aquí?.
Aquél instante da lugar a un largo y satisfactorio silencio.
Podrían desviar la mirada a cualquier esquina del pequeño habitáculo, o titubear con alguna monotonía mientras ascienden, sin embargo todo se entrecruza atreves de sus ojos.
No necesitan decir nada, porque no hay más que decir.
Atraviesan de forma brusca la puerta del piso, lo hacen prácticamente a ciegas.
Los ojos ya no miran a ninguna parte, pero sus manos y sus labios no dejan de tentarse con vehemencia.
Sus pies parlotean torpemente con el suelo, y estos les llevan, hasta el dormitorio principal.
La mullida cama les sirve para el propósito, por el momento.
Eliza, mientras se acomoda sobre él, se quita rápidamente la blusa.
Esboza un leve mordisco del labio inferior mientras el señor Worwood aprieta con fuerza sus muslos.
Apoya los brazos sobre su pecho y se asegura de estar en el lugar que corresponde, que nada salvo sus piernas y el movimiento de su cintura dominen al otro cuerpo.
Breves y lentos instantes placenteros cuyos gestos sinuosos la sumergen en el preludio de una respiración agitada.
Mejor morder profundo.
Mejor morder intenso.
.Fin fragmento I.