Sin categoría

. El origen del bosque hueco .

– 1933 –

Unos chicos corren bajo la lluvia más densa y fuerte que hayan sentido en una noche como ésta.
Entran en una cabaña donde la luz escasea y la poca que hay tintinea de forma constante.
Corren de un lado para otro buscando algo con lo que envolverlo, cuerdas, algún tipo de cinta adhesiva, alambres metálicos con púas y espinas para que nadie pueda cogerlo, bolsas y plástico negro que se encargaron de derretir con velas sobre él.
Quieren asegurarse por todos los medios de que jamás nadie lo encuentre.

-¿Por qué no lo quemaste y ya está?.
-¿Y crees que no lo he intentado? ¡No se puede! No, no se puede destruir de ninguna manera, así que pásame el alambre, coge la pala y vámonos de una vez.

Van en el coche lo más rápido posible e intentan no chocar contra nada hasta las afueras de la ciudad.
Casi se destrozan contra un árbol al parar en las estribaciones de un páramo verdoso.
Van colina abajo buscando el punto más profundo para cavar.
Y allí se colocan intentando no ahogarse por la lluvia y poder esconderlo.
Necesitan saber que no va a volver a aparecer en sus vidas ni le va a dar de nuevo la luz del sol.
Necesitan enterrar de una vez por todas, ese, maldito, libro.

Hoy

Son claros los recuerdos que albergo de esta vieja ciudad cuando era niño.
Tengo muy presente ciertos detalles, sobre todo que me entretenía con facilidad.
Pasaba el día brincando entre los árboles, corriendo de un lado a otro sin sentido ni objetivo más que el de engullir la brisa añeja que galopaba entre los troncos.
Ésta pequeña ciudad rodeada de bosques y acantilados consta de apenas 2.907 personas según el último censo.
Cuando estaba en el centro del casi pueblo, con lo que más disfrutaba era cuando mi madre me mandaba a comprar onzas de chocolate y té a la vieja botica del señor Martín.
El interior estaba tallado por completo en madera de roble, desde el techo hasta las estanterías de especias y otros recipientes que nunca supe lo que contenían.
Cuando entraba, él no solía estar presente.
La mayoría de tiendas que había repartidas por la zona estaban a cargo de los colosales ladridos de un perro, o quizá una pequeña campanita situada en el marco de la entrada que tintineaba si la puerta se abría.
Sin embargo el señor Martín tenía otra clase de compañía morando en su tienda.

-La primera vez que fui allí me resultó muy desconcertante, todo estaba en completo silencio y al no ver a nadie sobre el mostrador, me quedé unos segundos de más clavado en la entrada.
Me aparté el pelo de la cara y decidido empecé a husmear por los rincones.
Sobre el mostrador una jaula de piedra formada por unos estrechos barrotes y en su interior, un diminuto grillo negro. Al principio pensé que era un juguete, porque relucía bastante y no se movía en absoluto.
Seguí merodeando cerca de él y me topé con un mortero que contenía pepitas de chocolate blanco, chocolate negro y algo que olía a naranjas.
El aroma se antojaba tan apetitoso que no pude contener las ganas ni frenar mi mano.
Y justo en el momento en que me llevé un par de semillas a la boca, el grillo alardeó apuntando con sus antenas hacia arriba, mostrando su torso estirado y desde lo más profundo de su abdomen, cogió fuerzas, frotó y aleteó y empezó a chirriar con fuerza.
Ni dos segundos más tarde aparecía de la trastienda con total serenidad el señor Martín que siempre respondía con una mueca alegre: “Cuando quieras algo de mi tienda, sólo tienes que pedírselo, a él”.
Era tan niño y tan bobo que me lo quedé mirando ensimismado sin decir palabra alguna.
Mi cabeza tiende a acordarse de pequeños detalles como éstos inofensivos recuerdos.
Más adelante la ciudad seguía siendo la misma y poco más podía descubrirse hasta que uno no tenía una cierta edad.
Normalmente la gente acude a estos sitios para relajarse del ajetreo mundano.
Para estar un tiempo de vacaciones y luego regresar al hogar.
Pero echo la vista atrás y nosotros siempre veníamos en épocas completamente dispares.
A veces incluso continuábamos aquí durante el resto del año.
Porque tengo recuerdos de éste lugar en todas las estaciones, pero ninguno tan claro como en éste último otoño en el que cumplí los veinticuatro.
Sobre todo estando aquí de vuelta otra vez, aunque la ciudad tenga un color diferente.
Todo era muy distinto hasta hace unas pocas semanas cuando llegué.
Y ahora voy de acompañante en este coche destartalado sin saber muy bien cómo reaccionaré cuando llegue. Porque una parte de mí no se cree nada de esto.
Una parte de mí, sigue sin creer que la haya matado.

. Fin fragmento I .

Anuncio publicitario
Estándar

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s